CLIVIA
Mi madre tenía el "desllunat" lleno de macetas. En la mayoría había plantas de clivia. Cuando tuvimos que dejar la casa yo me llevé una maceta con dos plantas y la deposité en mi terraza. Desde entonces, cada mes de abril, pasadas las fallas, me regala varias flores. Aquella maceta hoy son tres y el número de plantas ha crecido considerablemente. Cada mañana nos saludamos.
En mi próximo poemario (LOS REFLEJOS DEL AGUA) aparecerá un poema dedicado a mis clivias. En realidad son mi madre. Cada vez que me siento en la terraza, estoy con ella. Recuerdo también una caniche que tuve en Barcelona.

LA CLIVIA EN LA TERRAZA
La clivia en la terraza me acompaña.
Me acompaña si salgo y me acomodo
sentado en una silla con un libro en las manos.
El libro no es consciente ni está atento
a todo lo que pasa más allá de su historia.
Es un objeto simple, indiferente,
no percibe el sonido ni le altera el ruïdo.
La clivia está pendiente de mis ojos,
aprecia mis caricias y la suelo cuidar.
Me exige que la atienda y yo limpio sus hojas,
la riego, la acaricio con cuidado
y paso muchas horas contemplándola.
Ella mueve sus hojas lentamente
al compás del aliento que le dedica el aire.
De pronto se presenta
mi pequeña caniche a reclamar mis brazos
y el libro no se queja. Lo cierro y ni se inmuta,
pero la clivia sufre, sabe que no la miro.
Requiere mi atención. Nota que en mis adentros
hay como tiernos lazos apenas sin espacio,
donde el silencio mora,
en el que libro y clivia caben.
Cada uno a su modo, de distinta manera,
en su oculto lenguaje se comprenden y admiran.
El tiempo se detiene, el espacio no existe,
y aparece una brisa de inexistente forma.
Es la fusión, la dicha inexplicable,
la sinapsis perfecta del sosiego y la paz.
La clivia me sonríe, y en primavera, ufana,
me regala una flor
que une al hombre con todo el Universo.