Antonio Mayor Sánchez |
EL MENSAJERO
I
El extraño entrañó mi mano en su corazón de sombra.
Una sangre verde que vertía mi antebrazo
se ramificaba hasta extenuarse en alas.
El vuelo perseguía las nupcias entre el corto orgullo
y la vergüenza de una fealdad infinita.
Al final del jardín, carcomida la frontera,
caí junto a la estatua del héroe;
los arrodillados rebozaban sus rostros
en el polen depuesto del poniente.
II
(Al alejarse)
el extranjero exoneró sobre mis hombros su carga
y dijo: ¡que tu tierra te sea leve!
Como si ya mi patria me hubiera sepultado.
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