CHARCA DEL ALISO
¿Será esta misma luz allí, impregnada
de sal y de memoria, al descender
las tardes en las viejas bicicletas
hasta el río del íntimo secreto?
Las horas sucedían sin esfuerzo.
Qué alegría de piernas, el sol en lo
más alto,
en el esplendoroso andén del
mediodía,
lanzados, tumba abierta,
por el voraz camino pedregoso.
El bullicio llevaba de la mano hasta
el agua.
Eran tantas ilusiones furtivas
antes de conocer a una muchacha.
Era el tiempo exultante del presente,
la dicha que jamás podría acabarse,
como el agua o la soga, las hojas
siempre verdes
del misterioso árbol,
y la promesa de volver un día.
Cada tarde el milagro de la luz
entre las ramas locas y las hojas;
un destello atravesaba el aire,
hería el agua
y ahondaba en la profundidad del
charco,
donde nunca ninguno se atrevió a
bucear,
donde el niño caído del árbol del
Aliso...
Y más tarde, con la puesta de sol,
volvíamos a casa
y pesaba el cárdeno crepúsculo
en la cuesta arriba;
dolía cada piedra del camino.
Hoy he vuelto a la charca del Aliso,
los tablones hinchados y las latas,
a todas las cenizas de aquel lodo.
La mirada rebelde ante las ruinas,
Mayo lozano floreciendo tímido,
esa misma fragancia a jara primavera,
rojo el atardecer y el cielo húmedo.
Era la imagen tenaz de la vida:
era esta luz y aquella latiendo en la
memoria,
aquella luz y ésta fulgiendo en el
camino,
hoy, que todos sabemos quién era
aquel niño.
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