Hay un hombre y una mujer
que se hunden en el instante
y son finitos en sus sollozos
y en la contaminación de su
tristeza.
Una mujer como un arcano
que no extingue su horizonte.
Un hombre como un hijo
que padece su vuelo de carbón.
Y ambos con su realidad a
medias,
con su invisible corazón que
juega.
Une el aire sus puentes
y acaso la ternura sus bocas.
Frutos de la benevolencia de las
manos,
de esa alerta que el amor crea.
Firmes en su propósito de
abarcar
el mundo y con ello ser más
ellos mismos,
más tierra que retoña.
Su delicadeza de seres que se
abrazan
bien puede caber en un silencio
o en una noche junto al mar,
pero su empuje de rosas viene de
lejos,
de esa carne remisa al cansancio
y su osamenta.
Su obra son ellos mismos atados
al universo, con los balcones
que crean
sus surtidores y la necesidad
de amarse para que las heridas
del mundo
no los ahoguen.
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