SUR UN LIT HASARDEUX
«FAUSTO—iQué premonición encierran estos coágulos!»
CHRISTOPHER MARLOWE
«La vida no se puede discutir»
TAO CH´IEN
«¡Siempre el Destino!»
LEÓN BLOY
In memoriam
Stendhal
Miró al mundo. Y ya
no
sintió
ni compasión.
Pero eso es algo pensado
después. Primero
hay una tarde de Verano
—hilos vivos de luz atravesando
las persianas bajadas,
sudor, silencio fuera, la hora de la siesta—;
y un niño, tumbado boca abajo en su cama, con
un libro en el suelo. Asiste
absorto
a una escena: un noble
romano, que ha decidido
no someter su libertad a la vileza
del Emperador, dispone
una cena, y junto a sus amigos,
con alegría, con dignidad, acompañado
en ese viaje por una esclava muy hermosa,
se abre las venas.
¿Por qué se queda tan grabada
esa escena en el niño?
¿La descripción de Sienkiewicz?
No es memorable, no; aunque sí tiene «algo».
¿Acaso esa elección, que misteriosamente
en su interior no sabe qué lo lleva
a respetarla, es más: que admira?
Pasan los años. Ahora estamos
en el 59 o el 60. Un cine de Verano.
Han hecho una película
sobre esta historia. Le divierte
el Nerón de Ustinov. Y vuelve a emocionarle
la escena del suicidio. El Petronio de Gwenn
es acertado, y Eunice es bella,
no como él la imaginara aquella tarde tan lejana,
pero tiene atractivo. Se repite
el inefable dictado de la carta
—quizás en esa carta
esté gran parte de la fascinación
que lo ha turbado siempre. Dejar, poder dejar
un adiós como ése—.
Pero ahora ya considera otros matices:
el ansia de belleza de Petronio,
su humor, la certidumbre
de que vivir, según qué precio
deba pagarse, puede no merecer
la pena, una noble manera
de entender la amistad, lo que es posible o no
aceptar del Poder,
y el calor de la esclava,
y ese sutil desprecio
a lo bajo, mediocre...
Pero el porqué; la médula
de la admiración por un suicidio como éste,
viene más tarde. Lo comprende una noche
de Primavera, mientras bebe en la piazza
del Panteón.
Esa grandeza
ahí, que tanto ama,
no le sirve esa noche. Ni el sabor del alcohol.
Ni siquiera ese último aliento
de la sexualidad, que lo ha protegido tantas veces.
Todo es ya demasiado. La
soledad, es demasiada soledad.
El desacuerdo con su tiempo
también es gigantesco.
Lo peor de la vida hace ya mucho
que se ceba en su alma, y ha sentido el chasquido,
al cortarse, uno a uno, fríos como hielo,
los hilos que lo unen
al deseo de vivir.
Y hay un momento en esa noche
que lo sobrecoge, que le hace sentir miedo: Mira
a su alrededor, la muchedumbre, todo,
y se da cuenta de que ya no siente
ni compasión.
En ese instante vuelve
la imagen de Petronio, aquella cena.
¿Sintió él también esa vaharada
del horror? ¿Supiste que ya nada
tenías que hacer en este mundo,
que lo único digno era alejarse,
no unir tu nombre a esa abyección?
¿Y que tanta vileza procreaba un desprecio
tan intenso
que podía a su alma asemejarla
a la del monstruo al que jamás
hubiera consentido en someterse?
Y entonces comprendió
ese suicidio.
Y admiró, con envidia, aquellos tiempos,
cuando aún era posible
poner fin a tu vida
no en soledad, con desesperación, como el que huye,
sino
eligiendo, orgulloso;
y hacerlo así, como el romano,
rodeado de amigos
que aceptan acompañar ese momento
con su respeto, con su afecto, en la delicia
de una cena como esa, y sintiendo suya la belleza
de una Eunice,
que también, libremente, y por amor,
acompaña tu viaje.
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