PRESENTACIÓN
DE LA NOVELA LUCAS LUNA DE VICENTE BARBERÁ ALBALAT. ATENEO MERCANTIL DE VALENCIA. 5
DE NOVIEMBRE DE 2019.
Decía
Borges que “Todo personaje de la literatura es, de alguna manera el literato
que lo ideó”. A primera vista esta afirmación puede parecer peregrina porque,
por ejemplo, ¿cómo identificar al funcionario de recaudación de tributos que
fue Cervantes, con el soñador iluminado y quimérico Alonso Quijano? ¿O qué
tiene que ver la monótona vida del oficinista Kafka con la angustiosa peripecia
de su personaje Gregorio Samsa, transformado en monstruoso insecto en Metamorfosis? He dicho a primera vista,
porque, si lo pensamos bien, podemos intuir en ambos ejemplos la proyección del
pensamiento íntimo de los dos autores traducido en una crítica a las sociedades
en que vivieron, capaces de alienar tanto a don Quijote como a Samsa,
convirtiéndolos en personajes estrafalarios o monstruosos respectivamente. A
esta forma de identificación subrepticia entre el autor y la obra se refería
Borges al decir que se producía “de alguna manera”.
Otras
veces, sin embargo, la identificación autor-obra es más diáfana: pensemos, sin
ir más lejos, en el citado autor argentino que se hace a sí mismo narrador y coprotagonista
de su célebre cuento El Aleph, el
cual no es otra cosa que una parábola sobre el conocimiento total, aspiración
que el ilustrado y erudito Borges mantuvo siempre, su afán —que es por otra
parte el de todo ser humano— de superar las limitaciones y “saber”; pero
“saber” con mayúsculas: la vieja y utópica pulsión hacia el saber
universal.(¿Recuerdan ustedes aquello de la “Enciclopedia universal tal o cual”?). Al respecto, es significativa
la cita con que Borges introduce su narración; es de Shakespeare —de Hamlet en
concreto— y dice: “¡Oh Dios!, yo podría estar confinado en una cáscara de nuez
y considerarme rey del espacio infinito”
Esta
digresión que ustedes sabrán perdonarme, sirve para adelantarles que, a mi modo
de ver, en la novela que hoy presentamos, “Lucas Luna”, éste parece ser
trasunto de su autor, Vicente Barberá
Albalat: una suerte de alter ego.
De modo que “Lucas Luna” pertenecería por tanto a ese segundo grupo de novelas:
aquellas en que el personaje es, en la inmediata apariencia, reflejo del autor.
Ello nos impone a priori la necesidad
de conocer mejor a éste para poder penetrar con fundamento en los entresijos de
esta novela, “Lucas Luna”, que hoy nos ocupa.
Vicente Barberá Albalat nació en Els Ibarsos, Castellón, en 1937. Ha sido
inspector de educación y ha ocupado destacados puestos en la administración,
como por ejemplo Delegado del gobierno para las trasferencias educativas a
Cataluña o Agregado de Educación a la embajada española en Berna. Subrayemos en
su biografía dos circunstancias espaciotemporales significativas para el
devenir de su obra: que su infancia y adolescencia se desarrollaron en el medio
rural castellonense; y que le tocó vivir en las primeras etapas de su vida el
oscuro tiempo de la postguerra y la dictadura, con su correlato de privaciones
materiales y de una moralidad ciertamente pacata y represora.
Vicente, como saben muchos
de ustedes, es un excelente poeta, con dos características que señalan
invariablemente quienes han comentado su obra:
ser un poeta tardío y, en segundo lugar, ser un poeta prolífico. Y en
efecto lo es: tardío porque su primer libro de poemas es de 2014, y prolífico porque
en el corto espacio de 6 años, desde 2014 hasta la actualidad, ha publicado
cinco poemarios: De amor y sombras en
2014, Ensayo para un concierto y otros
sonetos en 2016 y nada menos que tres obras en 2018 Sonetos impares, Flor en el
agua y Después del amor.
En la última de las obras,
recientemente presentada —Después del amor—,
se aprecian varios rasgos de particular interés para comprender la novela Lucas Luna; así, Vicente desarrolla en
el poemario lo que podríamos denominar una “poética del arraigo” en la que la
familia y tierra natal son esenciales. En segundo lugar, y simultáneamente, hay
un acusado componente cosmopolita, con poemas que se relacionan o se localizan
en diversos lugares del mundo: Argentina, México, Uganda, La India, EEUU, etc.
Pues bien, todos estos elementos se encuentran también presentes en Lucas Luna, lo que nos permite intuir
que se trata de una novela construida sobre, al menos, un soporte
autobiográfico. Para quien conoce la obra de Vicente esta impresión se impone
apenas comenzada la novela, no solo porque el narrador utiliza la primera
persona, sino porque desde el primer capítulo, “2006. Jubilación”, se introduce
un elemento claramente relacionado con la biografía del autor: la jubilación de
un funcionario de educación. Por añadidura, en el segundo, “1955. A París en
autoestop”, aparecen elementos denotativos familiares ya presentes en la obra
poética de Vicente, incluyendo la rambla —“el pozo estaba emplazado en el cauce
de una rambla”—, rambla que no puede ser otra que la que discurre en la
vecindad de Els Ibarsos y que es el escenario de los iniciáticos escarceos
amorosos, tan parcos como pueda imaginarse dado que se producen en 1955.
Apuntemos como curiosidad en este capítulo un leve apunte de realismo mágico en
la peripecia en torno a unos extraños ruidos en casa de su abuela materna.
También en el capítulo
titulado “1955. Mi tío Angelino”, se recrean circunstancias familiares, en este
caso en el marco de la guerra civil y la inmediata postguerra que, aunque con
brevedad, traslucen el dramatismo y la brutalidad de la época —el padre de
“Lucas Luna” tiene que huir para no ser fusilado y a su madre le rapan la
cabeza por enfrentarse al cura del pueblo. De nuevo aquí —y de nuevo,
curiosamente, en relación con el ambiente rural—, en el episodio de “el gallo
enorme” vemos reaparecer un retazo de realismo mágico.
Pues bien, tras los viajes a
París, asimismo iniciáticos, la novela despliega un importante componente
cosmopolita en capítulos como: “1977. Gorongoro”, “1985. Café Tortoni” —el
célebre café de la Avenida de Mayo en Buenos Aires, y en el que aparece
reflejado también uno de los rasgos del autor: su gusto por el tango—, “1996.
Tokio”, “1999. Himalaya”. “2003. Guanajuato”. “2005. Jazz en Melbourne”, “2011.
Kaguta”—nombre de un niño ugandés— y “2016. Nueva York”.
Respecto a la estructura de
la novela, Arcadio López Casanova y Eduardo Alonso, siguiendo a Roland Barthes, distinguen dos tipos de
relatos: los que tienen una construcción argumental trabada, una intriga
compuesta por series de sucesos encadenados causalmente; y aquellos otros donde
la funcionalidad de las unidades narrativas es más compleja y multifragmentaria.
Éste sería el caso de “Lucas Luna”, novela a la que se puede aplicar lo dicho
por los mencionados autores y que cito textualmente: “Algunas novelas contemporáneas
muestran muy bien una estructura externa compuesta de múltiples fragmentos, que
son otras tantas unidades en que se trocea con impresión de autonomía mínima el
complejo espacio-temporal-humano de la obra”. Citan como ejemplos, entre otras,
las siguientes novelas: La colmena y Oficio de tinieblas cinco, de Camilo José Cela; Tiempo de silencio, de Luis
Martín Santos y Cinco horas con Mario,
de Miguel Delibes. Y podríamos citar,
aún mejor, como ejemplo, Rayuela, la
novela de Cortázar, que admite diversos
itinerarios de lectura, exactamente igual que “Lucas Luna”, debido precisamente
a la autonomía de las unidades narrativas (o capítulos) que conforma ambas
obras.
En “Lucas Luna”, la
autonomía de los fragmentos y secuencias adquiere su sentido en tanto que nos
encontramos ante una novela de carácter biográfico (autobiográfico en muchos
aspectos como antes se ha señalado), donde el protagonista lo es en toda su
plenitud —vemos que incluso la narración se hace en primera persona—, mientras
que a los otros personajes —Daniel, Juan, Fernando, Simone o Mabel— el autor
les asigna una función meramente coral.
“Lucas Luna” se construye,
pues, a modo de friso, tal vez mejor aún: de mosaico, donde los capítulos
—autónomos como las teselas— van construyendo una superestructura que nos
aproxima a la imagen de la España de la segunda mitad del siglo XX —con
excursos narrativos hacia la primera mitad del mismo— y las primeras décadas
del XXI. Porque otro hecho a subrayar es el componente costumbrista del relato
que a las nuevas generaciones —cuya actitud, por cierto, es en algún momento
presentada con escepticismo amable (véase el capítulo “2017. La cita”)— les
servirá para conocer circunstancias de una España ya desvanecida en el tiempo.
Citaré algunos ejemplos, solo unos pocos, para no ser prolijo.
El primero puede ser la
penuria; así en el capítulo “2014. Cumpleaños” nos dice Lucas Luna: “Cuando era
niño jugaba con un trozo de ladrillo que circulaba por una carretera que yo
mismo dibujaba en la acera de la casa de mi abuela… El trozo de ladrillo era el
coche más polifacético del mundo.” También en el capítulo “1963. Mi buen amigo Fernando”
se describe en detalle otro aspecto que hoy puede resultar curioso: la
participación estival en campos de trabajo, en este caso en las minas de Sabero,
en León, que era un modo de que los universitarios de la época encontrasen un
ambiente diferente del habitual y nuevas experiencias sin coste económico. En
línea costumbrista parecida, el capítulo “2007. Fiesta de la cereza”, se refiere
a la peripecia de un joven maestro en un pequeño pueblo, y “1955. A París en
autoestop” incide, una vez más, en la represión sexual tan característica de
aquella época mojigata: cuando Lucas anuncia a su amigo Juan su intención de
viajar a la capital francesa éste le dice: “Ya sé por qué te vas a París…
Seguro que vas a enrollarte con alguna parisina”. Queda claro que en 1955 para
enrollarse había que ir a París; lo que no es de extrañar considerando que en
aquella época los niños venían… ¡De París!
Finalizo. Julio Cortázar, en Rayuela, pone en boca de uno de sus personajes esta sentencia: “Sin
lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre”. Pues bien, aquí hay
lenguaje y hay historia y en consecuencia hay hombre. Un hombre, Lucas Luna,
que en el último capítulo nos dice: “Sé de sobra que, a pesar de todo, la vida
hay que vivirla. Y es mejor hacerlo de manera positiva”. Y la novela concluye
así: “Mañana cuando me levante, decidiré si vale la pena vivir el resto de días
que me quedan de vida”. Nunca sabremos lo que decidió Lucas Luna, pero sí sabemos
lo que cada mañana decide su autor, Vicente
Barberá Albalat, para fortuna de todos quienes le conocemos y para fortuna
de la Literatura.
Muchas gracias por su
atención.
Alejandro Font de Mora.
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