nuestra brillante piel sabía apenas
de celos y placeres.
Y, a veces, nunca siempre, por desgracia,
tus ramas removían mi arbolado
y tus hojas caían en mi pecho
con la fuerza del viento inaplazable;
el cielo se inflamaba de lujuria
y todas las estrellas, de improviso,
titilaban con luces apagadas.
Por sirenas de mares rodeado
me dejaba llevar por la corriente,
y al cantar las extrañas caracolas
la excelsitud rozaban de mi ensueño.
Cantaban melodías con los ángeles
y la lluvia regaba nuestra piel
resbalando por troncos y cinturas
hasta el hoyo más fértil de la tierra.
Purifícame tú, quema mis labios
con tu beso de espada y de locura
para que plena y sin vendaje quede
esta herida de ti viva y abierta.
Nota: La última estrofa es de Pedro J. de la Peña
(La zarza de Moisés, Huerga y Fierro, 2009, p. 38)
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