REGALO DE VERDI
De Viena fui a Salzburgo en
un tren.
Y fui con Verdi.
Y él se empeñó en
mostrarme,
de una ciudad a otra,
una música hecha sólo con la
mirada,
en ver cómo una nube tan
negra y tan oscura,
que contemplábamos ahora
tras el cristal del tren,
caía con más fuerza
sobre un agitado pentagrama
que un trueno estrepitoso.
Me invitaba el artista
a mirar esas hojas difuntas
del otoño
arribar a la tierra y, en su
leve
reposo del final,
dar una nota suave para
acabar un canto
que no tiene sonido.
Trompetas son los pájaros
que no trinan y van
de un lado para otro en el
paisaje,
me decía aquel genio.
Como instrumentos de aire
que buscan en la vida las
notas de la muerte,
sin que se escuche nada.
Y fue al fin el chirrido
del tren el que rompió
el silencio en que hicimos
el viaje hasta Salzburgo
para encontrar allí
el réquiem silencioso
que Verdi me hizo ver.
Callaba la ciudad y por sus
piedras
se deslizaba el agua de la
lluvia
como una melodía que
intentara
sustituir las cuerdas de un
violín
que no se oía.
Y al fin, los árboles,
moviéndose con viento
silencioso,
un aire que se ve pero no
ruge,
pidieron el descanso para
quienes
cerramos nuestros ojos
y empezamos a oír,
de pronto, en otro mundo,
el grito de perdón
de una voz escapada
del silencio de vivos
para que nuestro último
reposo
fuera música
y la luz esta vez viniera de
una trompa
o de un fagot que nos
trajera, ronco,
en partitura exacta,
nuestro descanso eterno.
Le agradecí al compositor
que de mí se ocupara
para hacerme feliz,
ahora que, muerto ya,
sé que descanso en paz
porque su música
no me deja dormir.
Jamás pensé que un réquiem
me trajera a la muerte
el dulzor de la vida
y que fuera una fiesta oír
un Kyrie
resonando en las bóvedas
del panteón que habito,
tan desvelado para siempre,
libre ya de pedir perdón por
nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario