LA
DULCE VIDA
El cuerpo que las olas me
trajeron a esta playa del sur
en los labios llevaba una
rosa morada que tal vez me
ofrecía.
O que le fue ofrecida por
quien le despidiera
sabe Dios en qué puerto.
No sé si de ese modo
pretendió compartir conmigo ese
homenaje
o al darle yo la mano tendió
su mano yerta
para que compartiera yo con
ella su muerte verdadera.
Lo que sé es que me trajo
con su ocaso mi tarde
y que en aquel crepúsculo
fuimos los dos un solo y
dulce muerto.
Fue una muerte muy plácida y
en la arena quedamos
como un solo cadáver,
expuestos a que el mar nos
llevara consigo.
Si cuento esto ahora no es
que, resucitados,
queramos convencer a nadie
de que a la muerte vamos
y volvemos de ella
como si en ese viaje no
perdiéramos nada.
Si cuento esta experiencia
es porque,
acompañados en un viaje a la
nada,
se vuelve de la nada también
en compañía
y es el viaje más dulce.
Ahora los dos estamos en la
arena
y somos esa arena que
soporta tu cuerpo;
ese sol que acaricia tus
vivísimas carnes
nos hace hervir de muerte
sin diferencia alguna
de quien hierve de vida.
No hemos resucitado porque
seguimos siendo
habitantes de un mundo donde
sólo se cambia
acaso de postura.
Cuando extiendas tus brazos
para que el sol te acoja
y tu cuerpo desnudo al sol
quede entregado
no te extrañe que llegue de
otro lugar la mano
que te invite a sentirte
mar, pez, arena...
O una simple medusa.
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