sábado, 1 de abril de 2017

BLAS MUÑOZ EN POETAS EN EL ATENEO


LA DANZA


                                               A aquellos que tuvieron que emigrar.
                                               Y a los que se quedaron en la casa vacía,
                                               con el hueco de su ausencia entre las manos,
                                               viéndolos partir.

                                               A todos ellos.
                                                                      Con la voz y la esperanza del padre.


Y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas...
F. García Lorca

Hoy quisiera acordarme del ritmo de la danza,
aquel antiguo baile que urdimos siendo niños;
qué fácil era entonces ponernos en pie todos
si su concierto alzaba la música en la plaza,
y, enlazando las manos, cerrando bien la rueda,
qué fácil, qué sencillo templar, abrir la danza,
pulsar los corazones, cantar todos unidos
junto al fuego, en la noche, mientras sombras y luces,
al vuelo de los pies, se alternaban, girando,

se elevaban girando...mas no recuerdo el ritmo,
el compás he perdido, la voz de aquellos años,
y entristezco de pronto recorriendo la casa,
hoy vacía de hijos, de hermanos que se fueron;
por la ventana miro el árbol familiar,
erguido como entonces, apenas más crecido,
pero herido en las ramas que al marcharse talaron
para plantarlas lejos: tal vez den sombra ahora;
tal vez se hayan secado, tal vez, como la danza.

Tal vez como aquel baile que ahora no recuerdo,
como pájaros, vuelvan después de tantos años,
asiduos emigrantes de largos y altos vuelos,
a posarse en las ramas, ilesas nuevamente;
tal vez como la danza, como limpia sorpresa
que ninguno esperara, de repente -¿qué es esto?-
descendieran las aves, arduamente llegaran,
pusieran su blancura, poblando antiguos nidos,
en vilo, por el aire, sobre el mar que ahora escucho.

Sobre el mar... ¿Es el mar lo que escucho? ¿Es el mar
o la sangre? ¡Ah, decid, decidme qué rumores,
qué labios cancioneros, qué río o vena escucho!
¡Ah, Dios, si fuera el llanto, la danza, tanto olvido
quien se alzara, común, sonando en nuestras playas.
El mar de orilla a orilla, el mar entre nosotros
-la sangre, el llanto-, agita su espuma más indemne,
la milagrosamente nacida y preservada
como mudo testigo, señal de redención.

¿No basta acaso eso?: Lo poco que nos queda,
lo mucho que nos une, que aún emerge y nos habla
como un blanco naufragio entre orilla y orilla,
como un canto remoto que a través de la sangre,
de siglos lejanísimos -¡prodigio!- nos llegara.
El tiempo, como un bosque de rostros o de brumas,
rodea nuestro paso. Tal vez no sea un bosque:
puede ser estas olas, o el viento, o esta lluvia
-tanto rumor creciente-, mientras voy de regreso.

Porque voy de regreso, ahora voy de regreso
y contemplo las aguas como la vez primera,
con el mismo pavor, secreta certidumbre
de quien levanta un velo y teme el desengaño
y por eso no mira, mas cuando se atreve
descubre que aún alienta, más virgen si es posible,
más intacto y cercano, a posesión invitando,
a reconquista y goce –no sé si perdurable,
no sé, pero presente- lo que el velo ocultaba.

La canción que persigo, ¿no se mece en las olas?
El viento, ¿no la canta, decidme, como entonces?
Mi memoria de quillas, velámenes y entenas
se escinde como el velo: Qué luz, qué brisa hermosa,
qué luminosa herida. Viajero de un encuentro
que presiento cercano, que se anuncia a lo lejos
como una amanecida, estoy aquí, de pie,
tras los cristales. Junto su frío con mi frente
y sé que no estoy solo. De nuevo canta el mar.

De nuevo canta el mar; su música más alta,
su voz, maneja el viento –oliendo estoy su aroma
de flores tropicales-, y un dúo agreste suena
alzándose en la plaza, un coro vacilante
de pasos conocidos, y ya no sé si escucho,
si tal vez imagino que el fuego se renueva,
que el tronco engendra ramas, pero sé que no importa
porque escucho la sangre y mis manos recobran
el calor de la danza, como en tiempos lejanos.

Como en tiempos lejanos, el aire ha descendido,
me ha abierto la mirada, y veo grandes ríos
y selvas poderosas, las aves en su vuelo
uniendo cordilleras, y el Gran Tambor del indio,
el blanco, el negro, el criollo, que suena a libertad.
Son velas desplegadas las nubes voladoras,
nuncios de la dicha, ángeles llegando, mensajeros...
De tan puro milagro al viejo corazón
le brota como un grito el Canto Inolvidable.

Y quiero abrir la puerta, vivir ya sin postigos,
que irrumpa el viento en casa, la luz inextinguible,
tan amanecida aurora, que, ya no prisionero
de mi ardida memoria, bordar quiero los pasos
y, así, salgo a la plaza...¡Qué bien, qué bien aprendo,
qué alegres pies los míos! Junto al mar, bajo el viento,
¡ved, hijos, cómo bailo; ved qué joven me siento!
¡Ved qué amor, qué ternura, qué lazos perdurables,
cuánta unión, cuánta gloria! Y todo está en la danza…

1 comentario:

Blas Muñoz dijo...

Gracias, Vicente. Ésta es la primera vez que este poema de juventud aparece en Internet. Un abrazo.