EL SILENCIO DE DIOS
Nada hay tan mudo
como la boca de un dios.
R.
M. Rilke
Hay
momentos en la vida en los que es fácil
callarse
aunque
nadie nos reclame ese gesto generoso
de
devolver al silencio, indefensas, las palabras.
Es ya
de noche. Las piedras han borrado sus perfiles
y los
caminos han huido. Las aguas del río sueñan
pájaros
de niebla o nubes de suavidad imposible,
y hay
un hálito que ahueca la copa añil de los árboles.
Todo
gira en este instante. No pesa el mundo: gravita
alrededor
de mi frente. Y me invade la presencia,
al
menos, de mi deseo de no estar solo en la noche
y
creer que este silencio es la palabra de Dios
dibujada
en las estrellas.
Cuando un poeta se calla
las
cosas pierden sus nombres, y un árbol ya no es un árbol
ni su
sombra es una sombra.
Por
eso quiero creer
que
en este momento existo porque hay Alguien que en silencio
me
nombra –o tal vez me piensa- como yo nombro las cosas.
Alguien
que, callado, suena en el rumor de las hojas
de
los álamos del río o en la evocación difusa
del
camino y de las piedras bajo la noche estrellada.
Alguien
que nos piensa –o sueña- hasta que llegue ese día
en
que borre de sus labios -o de su sueño- mi nombre
para
acogerme de nuevo en su centro silencioso.
(Hoy
quiero creer en Dios desde la fe que no tengo.)
Y
como si Él me escuchara, como si, al nombrarlo, hiciera
real
mi presentimiento, como si con mi palabra
imitara
su poder, voy a cantar esta noche,
aunque
no crea –pues quiero-, que hoy creo en Dios. Y creo
que
en Él estoy, inmerso en Él, como el denso fluir del río
hacia
el mar, como las piedras y los surcos del camino
en la
noche, en esta noche de prodigioso silencio
y de
árboles que por fin son árboles solamente
donde
anidan las palabras como pájaros de Dios.
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