LA MUERTE DE DIOS.
Medito a veces al recordarte
vivo
sobre la cruel naturaleza de la
muerte.
Seis años ya, y aún permanece
tu rostro
sereno y sonriente en la
fotografía
que adorna mi despacho.
Nada ha desmenuzado esa sabia
apariencia
de la felicidad de un fugitivo
instante.
Al contrario, más feliz cada
día pareces
al mirarte eterno en la caricia
de tu rostro
que una mano filial sostiene
como una patena
sostendría una forma sagrada.
Soy yo quien se devora y
envejece.
Quien es la imagen misma de la
infelicidad
al mirarte sereno, aceptando a
la muerte
como quien bebe el trago de un
cáliz sanguinario
y encuentra vino en él
y en él encuentra rosas.
Créeme que te envidio tanto
como te quiero.
No he sabido templarme con tu
misma paciencia,
no he sabido crecer insondable
y secreto
a esa necia miseria del
instante continuo.
La vida a mí me puede mientras
tu te consagras
a la muerte. Y esa desolación
de tu vacío
aumenta con los días en que me
estás faltando
y el fervor de tu nombre me
sangra entre los labios.
“Los Iconos
Perfectos” (2002).
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